
En el corazón de la cordillera linarense, donde el viento sopla con historia y las montañas guardan secretos en cada grieta, se extiende una de las obras más emblemáticas del Maule: el túnel Canal El Melado, una hazaña de ingeniería, sí, pero también un símbolo del temple humano, construido en los años del presidente Carlos Ibáñez del Campo, cuando Chile soñaba en grande y lo hacía con pala, sudor y visión.

El canal no solo canaliza aguas; también encauza recuerdos, memorias que se niegan a desaparecer y que fluyen, como el mismo río, entre generaciones.
Dentro de esa vasta obra, hay una parte que sigue despertando respeto y asombro, el túnel del Canal El Melado, un paso angosto, oscuro, tallado a fuerza de dinamita y voluntad. Entrar allí no era —ni es— cualquier cosa, para los lugareños, ese túnel tenía algo… algo que no se podía explicar del todo.
Y es que, durante años, corría una historia que calaba hondo, el eco de los cascos de los caballos al cruzarlo de noche provocaba un escalofrío difícil de ignorar, el sonido de los casquillos, golpeando rítmicamente las piedras húmedas, se repetía como un tambor lejano. Iba rebotando de pared en pared, hasta perderse en la oscuridad de la salida, muchos aseguraban que, si uno se detenía a escuchar con atención, el eco no siempre calzaba con los pasos, como si algo más caminara… junto a uno.
No eran pocos los que, por miedo, preferían dar la vuelta larga antes que atreverse a atravesarlo después del atardecer.
Pero si el túnel era temido, había un punto aún más inquietante. Un lugar donde el agua brotaba con insistencia desde la piedra misma. Allí, en medio del silencio cordillerano, está La Calavera una vertiente natural que, caprichosamente, se abre desde una formación rocosa con la forma de una cabeza humana.
Los ojos vacíos, la nariz marcada y la boca entreabierta —por donde fluye el agua— parecen tallados por algo más que la erosión. Y justo debajo, un choquero, hecho por manos campesinas, permite beber de ese manantial helado y puro.
Pero claro, como en todo rincón cargado de misterio, se decía que el diablo se aparecía allí en las noches, algunos hablaban de una figura con capa oscura, otros, de un murmullo que salía desde la boca de piedra, sea como sea, pocos se atrevían a detenerse, y menos aún a beber.
A pesar de las historias, hubo uno que no dudó, era la década del ‘60, probablemente 1965, y un arriero —de esos de sombrero de ala ancha y corazón curtido— decidió desafiar los miedos de todos, montado en su caballo, cargado con lo justo, avanzó por el túnel entrada la noche, el eco de los cascos de su caballo lo acompañó desde el primer paso, un ritmo seco, metálico, que se sentía casi como un latido, a cada metro, el sonido se hacía más profundo, más grave… como si la montaña misma le respondiera.
Pero él no se detuvo, respiró hondo, y siguió hasta La Calavera, tomó el choquero, bebió un sorbo largo del agua helada, nadie sabe si sintió algo, lo que sí se cuenta, es que regresó sin un rasguño y con la misma calma con la que había partido, para él, el túnel, el eco y la calavera eran parte del camino, nada más, o quizás, mucho más.
Hoy, el Canal El Melado sigue allí, sus aguas riegan campos, pero también alimentan el alma de un territorio marcado por la historia, el túnel, La Calavera, el eco de los cascos y la silueta de un arriero valiente… que por cierto, aun vive en las tierras de Linares, su nombre Isaac Barros O. son parte del relato que aún se puede oír entre los caminos y cerros.
Porque hay lugares que no se explican solo con fechas o cifras, hay lugares que se sienten, y el Melado, definitivamente, es uno de ellos.
Fotografia: https://www.septimapaginanoticias.cl/la-historica-contruccion-del-melado